lunes, 10 de septiembre de 2012

El sedentario. parte uno


Acostumbraba irse un tiempo a pensar a la bahía antes de volver a casa. Llegaba y, consternado, le decía a su esposa:

- Temo que algo feo ocurra pronto.
- ¿Qué?
- Los animales huyen.
- ¿Y?
- Temo que algo feo ocurra pronto.

Luego llevaba su caza a la leña, la cocinaba y comía. Una vez satisfecho se quedaba mirando por la ventana. Veía a los niños jugar, a las madres limpiar, a los hombres discutir. El pueblo estaba lleno de fogatas, casas enmendadas con tela e hilo, tiendas provisionales. Llevaban ya mucho tiempo frágiles, la gente se cuestionaba cuando construirían en ese lugar que tanta vida les había quitado. Con quejas y todo, la gente seguía haciendo sus cosas. Y, viendo la monotonía del día, en la que cada uno era a su vez como cualquier otro, despertaba en él la intuición de que algo ocurriría pronto.
Soñó desagradable algunos días, no se concentraba más en la caza que en caminar. Recibía regaños de su mujer sin inmutarse y, eran tan frecuentes, que se sabía el contenido de la mayoría y en veces mientras su mujer estaba inundada por la cólera, él, por lo bajo, gesticulaba las facciones de ella mientras decía casi murmurando las mismas oraciones, una tras otra, una tras otra. Cuando se aburría, divagaba: mezclaba pensamientos hasta quedar dormido en la fogata, en el suelo, en el tendido, en cualquier lugar. Últimamente le había dado por observar el mar, como si de repente de él fuera a salir algo. Su esposa lo tuvo por un tiempo a castigo de abstinencia porque no era posible que en lugar de comida llevara pensamientos a la mesa. 

-Estas ideas podrían salvarnos, si escucharas.

Pero no escuchaba sus avisos, y seguía sorda aun cuando llegaron los primeros terremotos y los animales comenzaron a escapar de la improvisada comunidad.
Empezó a advertir al pueblo de sus premoniciones, sin embargo, por la gente era catalogado de loco. Los únicos que alzaban el oído a sus palabras eran los niños, que escuchaban más por entretenimiento que por vigilia. Volvía a su casa desesperanzado. Despertó de golpe.

-Nos vamos de aquí este mismo día.
-Te irás sólo, yo no pienso moverme por tus locuras.
-Solo me iré, entonces.

Tomó la poca ropa que conservaba, amarró en un palo una camisa y ahí depositó algunas pertenencias valiosas. Se colocó su improvisado contenedor en el hombro y volvió su mirada atrás. Su mujer yacía dentro de la casa, con la puerta cerrada.

Piensa que volveré.

Los únicos que salieron a despedirle fueron los niños y el amigo con el que solía revolcarse en el lodo cuando pequeño. Una lágrima le salía del rostro mientras recordaba las largas horas de suciedad y diversión. Adiós. A los niños, les contó por última vez lo harto contado anteriormente y les señalo un escondite que tenía dentro de sí lo necesario para el caso de que llegará a ocurrir una catástrofe. Había dejado, además, instrumentos ideales para defenderse de una invasión, como en su sueño se le había predicho.
Cuando él se retiraba, los invasores llegaban.

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